El genocidio del pueblo Selk’nam, ocurrido en las inhóspitas zonas de Tierra del Fuego, representa no solo un acto de exterminio físico, sino una manifestación brutal del avance de una lógica colonialista e imperialista que, bajo el pretexto del progreso, ha despojado a innumerables pueblos de su humanidad, su historia y su legado cultural.
En su forma más cruenta, el genocidio y extermino Selk’nam se materializó a través de la caza humana organizada, la venta de partes de los cuerpos como trofeos de guerra y la exhibición de los sobrevivientes en zoológicos humanos, como si su existencia no fuera más que un artefacto de curiosidad para una sociedad que consideraba su derecho aplastante sobre todo lo que encontraba a su paso. La figura de Julio Popper, que representa la ambición desmesurada que culmina en la
destrucción de pueblos enteros, y la familia Menéndez-Braun, que convirtió el asesinato sistemático en un negocio, son solo algunas manifestaciones de una mentalidad que ve en el otro, en el diferente, un objeto de explotación y destrucción sin ningún valor intrínseco, más allá del rédito material.
Este genocidio fue posible gracias al protagonismo de los Estados argentino y chileno, que no solo se abstuvieron de proteger a los pueblos originarios, sino que se alinearon con los intereses de los explotadores para consolidar su propio dominio territorial y económico. La sumisión de las instituciones estatales a la lógica de la colonización capitalista no es un accidente histórico, sino la extensión de un proyecto de nación que, bajo el manto de la civilización, borró la existencia de los
pueblos originarios como actores plenos de la historia.
Los ideales de inclusión y hermandad de los próceres de la emancipación argentina como San Martín, Belgrano y Artigas, que aspiraban a una nación donde los pueblos indígenas sean reconocidos como iguales, fueron silenciadas y combatidas por los mismos intereses que terminaron siendo la base de la construcción de los
Estados modernos en América Latina: la acumulación de riqueza, el dominio territorial y la imposición de un orden social que excluye al otro, al que no se ajusta a la norma.
El genocidio Selk’nam no es solo un hecho puntual, sino el reflejo de una mentalidad que sigue perviviendo en nuestras sociedades contemporáneas. En este sentido, el proceso de deshumanización que sufrieron los Selk’nam resuena con las dinámicas de la sociedad actual, que, a través de la tecnología y la cultura del consumo, continúa despojando al ser humano de su esencia, reduciéndolo a un sujeto dependiente y alienado.
La tecnología, en lugar de ser una herramienta de emancipación y libertad de pensamiento, se ha convertido en un dispositivo que exacerba la banalidad de la existencia humana, que nos somete a la velocidad de un flujo constante de información vacía de contenidos, mientras nos aleja de la reflexión profunda sobre nuestra relación con el entorno y con los otros. Vivimos en una era en la que la dependencia tecnológica nos desconecta de nuestra capacidad de crear comunidad y solidaridad, haciéndonos cada vez más solitarios en un mundo saturado de superficialidades.
Los valores de la cultura Selk’nam, como el concepto de haruwen, esa conexión profunda con la tierra sagrada, ofrecen una alternativa radical a la lógica del consumo, del despojo y de la alienación. La hermandad, la solidaridad, la colaboración y la conexión con la naturaleza eran los pilares de una sociedad que entendía al ser humano no como un individuo aislado, sino como parte de una red de relaciones que lo vinculaban con el cosmos, con la tierra y con sus semejantes.
Estos valores son los que el mundo contemporáneo necesita rescatar, precisamente en un momento en que la crisis ecológica, la deshumanización y la pérdida de sentido se agudizan. La cultura Selk’nam, lejos de ser un vestigio de un pasado «primitivo», se revela como una lección profunda y vigente para el presente, un recordatorio de que el verdadero progreso no se mide en términos de riqueza material ni en el control sobre los demás, sino en nuestra capacidad de vivir en armonía con la naturaleza y entre nosotros mismos.
En este sentido, el legado Selk’nam debe ser reivindicado no como una nostalgia, sino como una crítica a los valores dominantes de nuestra época. Su visión del mundo nos invita a reflexionar sobre la idea de progreso, cuestionando su entendimiento lineal y tecnológico, y abriendo la puerta a una concepción alternativa que pone en el centro la equidad, la convivencia y el respeto por el entorno natural.
El pueblo fueguino, tiene la oportunidad histórica de redescubrir esta cultura y de integrarla a su identidad, no solo como una forma de reparación histórica, sino como una manera de construir un futuro más justo, solidario y ético.
Es esencial que el pueblo fueguino no se deje atrapar por las promesas vacías del progreso neoliberal, sino que recupere las enseñanzas de los Selk’nam, integrando sus valores de colaboración y respeto por la tierra como los cimientos de una sociedad que, en lugar de consumir, se construya desde la cooperación y la solidaridad. De esta manera, el genocidio Selk’nam, lejos de ser un hecho olvidado, puede convertirse en la llave para abrir una nueva etapa de conciencia social y cultural, una etapa que cuestione los principios de una civilización que aún hoy sigue basando su existencia en la explotación, la división y la deshumanización.
La cultura Selk’nam, con su sabiduría ancestral, nos ofrece una alternativa radical a la sociedad moderna: una sociedad que se sustente en la relación de reciprocidad con la naturaleza y entre los seres humanos, en la que la riqueza no sea medida por la acumulación material, sino por la calidad de las relaciones humanas y con el entorno.
Autor: Lic. Diego Gabriel Encinas